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Descristianización - . Naturalismo liberal

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Descristianización -2. Naturalismo liberal

  por José María Iraburu  

–Yo diría que usted tiene una fobia antiliberal.

–Le aseguro que la fobia del liberalismo contra la Iglesia es mucho mayor. Los cristianos hemos recibido de Cristo el mandato de «amar a nuestros enemigos». Y los liberales no.

La palabra liberal, liberalismo, como todas las palabras importantes, tiene muchas acepciones. Aquí la considero ante todo –como normalmente lo ha hecho el Magisterio de la Iglesia–, en su acepción filosófica, pero también en sus derivaciones culturales, políticas y sociales.

La Ilustración lleva al Liberalismo, que consiste en la afirmación de la libertad del hombre por sí misma, independiente de la voluntad de Dios y del orden natural por Él creado. Implantado en las antiguas naciones cristianas desde finales del siglo XVIII, hasta nuestros días, en un crecimiento cada vez más acelerado, fue entendido desde el principio por el Magisterio apostólico como el rechazo de la soberanía de Dios sobre el hombre y el mundo. Es, pues, un modo histórico del naturalismo militante, un ateísmo práctico, una rebelión contra Dios (1888, León XIII, enc. Libertas 1,11,24). Y es muy importante entender bien que del liberalismo nacen el socialismo y el co­munismo: son hi­jos suyos naturales (1937, Pío XI, enc. Divini Redemptoris). Liberalismo, socialismo y comunismo son entre sí familiares de la misma sangre.

Cuando el liberalismo alza lo humano, como valor absoluto, frente a Dios, puede hacerlo, como de hecho lo ha realizado en la historia, en modalidades muy diversas –la mayoría soberana, el pluripartidismo, el partido único, la raza, el jefe carismático, etc.–. Pero todas esas modalidades, lo mismo el liberalismo que el comu­nismo, el socialismo o el nazismo o las dictaduras personales, coinciden siempre en el rechazo de la soberanía de Dios sobre el mundo. En todos ellos es el hombre el que, haciéndose como dios, establece la diferencia entre lo bueno y lo malo, sin referencia alguna a Dios y al orden natural por él creado. Todos ellos caen en la primitiva tentación diabólica: «seréis como Dios, conocedores del bien y el mal» (Gén 3,5). Unos y otros son modos diversos del milenarismo naturalista –«el cielo bajará a la tierra»–. Y al estar todos inspirados por un mismo espíritu diabólico, son siempre homicidas y destruyen las culturas y los pueblos.

El mundo moderno liberal se construye como una contra-Iglesia, pues quiere vivir sin­Dios y sinCristo. En las antiguas naciones cristianas de Occidente se implanta progresivamente desde hace dos siglos en el pensa­miento y las instituciones, las leyes y las costum­bres. Y por supuesto es após­tata, pues todo él procede del cristianismo. Rechazando la guía de Cristo, en realidad se va configurando contraCristo. Este mundo liberal cree que «la ra­zón humana, sin tener para nada en cuenta a Dios, es el único árbitro de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal; es ley de sí misma; y bastan sus fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de los pueblos» (1864, S. Pío X, Syllabus 3).

La unidad radical que existe entre liberalismo y comunismo, socialismo o nazismo, explica que todos ellos sean profundamente hostiles hacia la Iglesia, y que todos ellos, aunque pe­leen muchas veces entre sí, llegado el caso, pue­den llegar a compromisos cómplices, pues coinciden al menos en lo fundamental. Todos están en la misma opción radical: «no quere­mos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). Todos coinciden en el principio más decisivo: «los hombres, solamente si se gobiernan sin sujeción alguna a Dios, podrán llegar a ser como dioses, conocedores del bien y del mal» (cf. H. Graf Huyn, Seréis como dioses; Ediciones Internacionales Universitarias, Barcelona 1991).

Así pues, no es la Iglesia la culpable de sus dificultades con el mundo moderno liberal. Ésta es la calumnia tópica, antigua y actual, no sólo de los ateos, sino especialmente de los modernistas y católicos liberales, que así pre­tenden justificar sus complicidades, concesiones y adulaciones hacia el mundo. Por supuesto que dentro de la Iglesia hay pecados y torpezas, y los habrá siempre; pero es el mundo liberal el que, consumando la ruptura con el cristianismo iniciada en el Renacimiento, se va constituyendo más y más como una contra-Iglesia. Y llega al despotismo del partido único o del pluripartidismo; proclama por ley el derecho al aborto, financiado por todos los ciudadanos; etc. Se sigue cumpliendo así la palabra de Cristo: «el que no está con­migo, está contra mí, y el que conmigo no re­coge, desparrama» (Mt 12,30).

El naturalismo liberal se ha ido extendiendo unas veces –por conveniencia oportunista, sobre todo en la alta burguesía, por intereses personales, económicos, de promoción social, etc.; y también otras veces –por convicción intelectual, especialmente entre los hombres de la universidad o de las profesiones liberales. Unos y otros han esperado del liberalismo –atención: o de cualquiera de las derivaciones del liberalismo, ya señaladas– la felicidad de los pueblos, y aún más la suya propia. En efecto, así como Demas, «enamorado de este mundo presente», dejó a San Pablo (2Tim 4,9), también no pocos católicos de las clases altas, en la so­ciedad civil y en la eclesial, «enamorados de este mundo», dejaron el seguimiento verdadero de Cristo y de su Iglesia, aunque muchos de ellos –ahora ya no tantos– se siguieran considerando cristianos. Siempre han tenido una determinada determinación de pasar por todo, o casi por todo, antes que verse marginados de la ortodoxia mundana vigente. Cual­quier cosa antes que «perder el tren de la historia».

Pues bien, no tiene nada de extraño que el mundo moderno liberal haya perseguido du­ramente a la Iglesia en los dos siglos últi­mos, ya que ello viene exigido por sus mismos principios doctrinales. Unas veces lo ha hecho con las armas; otras, las más, con acciones inteligentes y progresivas en la política y la cultura, en la educación escolar y la universidad, en la banca y los medios de comunicación, etc. Estas acciones son mucho más eficaces, y reducen siempre lo más posible el influjo cristiano en la vida de los pueblos.

El mundo liberal entiende la causa de la moderni­dad como una lucha contra los hombres e instituciones que se obstinan en afirmar la abso­luta soberanía de Dios sobre este mundo. Los hombres modernos liberales estiman como vocación pro­pia «luchar contra los obstáculos tradicionales», con­tra el fanatismo del clero y del pueblo, contra sus in­numerables tradiciones cristianas –educación y costumbres, arte y fiestas, folclore y cultura–.


El naturalismo liberal, propugnando, por ejemplo, la legalidad del divorcio o del aborto, mucho más que el divorcio o el aborto lo que le importa en re­alidad es lu­char contra las personas o institucio­nes que continúan afirmando un orden natural inviolable, funda­mentado en el mismo Creador. Ahí es donde se centra su batalla. Y es muy importante entenderlo. Al exigir, por ejem­plo, «la igualdad de derechos entre el matrimonio y las parejas homo­sexuales» –algo manifiestamente irracional–, no está luchando propiamente en fa­vor de gays y lesbianas, está luchando principalmente por eliminar todos los restos del influjo de Cristo sobre la sociedad; está luchando por afirmar de una vez por todas una sociedad en la que, sin Dios ni orden natural, no haya más autoridad que la de el hombre solo. Eso es lo que de verdad le importa.

Un ejemplo. Las autoridades sanitarias de Inglaterra y Gales legalizan y favorecen la contracepción en adolescentes de 13 a16 años (prensa, octubre 2012). En ambulatorios de la Seguridad Social, siguiendo un programa establecido, 7.400 niñas y adolescentes de esas edades han recibido tratamientos e implantes anticonceptivos sin el consentimiento previo de sus familias –se da por supuesto que, ya a esa edad, la persona tiene pleno uso de razón y de libre voluntad–. Con ello, obviamente, el Gobierno está promoviendo el ejercicio de la sexualidad desde edades cada vez más tempranas. Pero no es ésa su finalidad principal: su propósito mayor es lograr que en la vida social el ejercicio de la libertad de los individuos, en ciertas materias –en ciertas materias–, no se vea frenada por ninguna ley civil; su meta decisiva es crear una humanidad plenamente autónoma, del todo independiente de las leyes divinas o naturales, afirmando así hasta el límite el principio fundamental del liberalismo: el hombre es el único señor de sí mismo: él es el único dios de este mundo. Esto es lo decisivo. Y en ese mismo empeño diabólico colaboran igualmente conservadores y laboristas, liberales y socialistas. Están todos en lo mismo. Son todos de la misma sangre.

El «celo apostólico» naturalista tiene una sorprendente intensidad proselitista. Concretamente, el Estado sinDios –sea marxista, socialista o democrático liberal– es, de una u otra forma, como ya vimos (107-108), un Leviatán monstruoso, que tiende siempre a dar forma mental y prác­tica a la sociedad, aplastando con una ingeniería social implacable tradiciones, instituciones y expresiones comu­nitarias naturales, reduciendo las personas a individuos anónimos masifi­cados y manipula­bles, eliminando la varie­dad de costumbres y derechos, imponiendo una interpretación de la historia y un mo­delo único de educación y de sociedad, sujetando el cuerpo social con miles y miles y miles de leyes, dominando más y más la situación económica de los ciudadanos con im­puestos y regulaciones siempre crecientes, y fomentando decididamente en el pueblo la imbecilidad más inerme: «panes et circenses». Es la Bestia apocalíp­tica que, con fe­roz violencia y, más frecuentemente, con insidiosa y envolvente suavidad, conduce al pueblo a la Apostasía.

La Iglesia lucha permanentemente contra el naturalismo liberal moderno, conside­rándolo inconciliable con el cristianismo, y causa de atroces males para la vida pre­sente y la futura. La Iglesia ve en la concep­ción naturalista del mundo y del orden polí­tico una máquina para ateizar al pueblo y para aplastarlo con indeci­bles calamidades, que el Magisterio apostólico anuncia y denuncia una y otra vez.

Recordaré algunos documentos principales. La Iglesia describe y combate con energía los errores modernos (Gregorio XVI, Mirari vos 1832; Pío IX, Syllabus 1864). Rechaza las de­rivaciones naturalistas, socialistas o comunistas del liberalismo (Pío IX, Quanta cura 1864). Impugna todas las formas de concebir la vida mundana sin Dios o con­tra Dios (León XIII, Quod Apostolici muneris 1878, socialismo; Diuturnum 1881, poder civil; Humanum genus 1884, masonería; Im­mortale Dei 1885, constitución del Estado; Libertas 1888, libertad verdadera; Rerum no­varum 1891, cuestión social; Testem benevolentiæ 1899, americanismo; Annum sacrum 1899, potestad regia de Cristo; S. Pío X, Pascendi 1907, modernismo; Pío XI, Mit brennender Sorge 1937, nazismo). Llama Pío XII a superar con el cristianismo los errores y horrores del mundo moderno (Summi Pontificatus 1939; Oggi 1944), enseña las condiciones irrenun­ciables de una demo­cracia digna y benéfica (Benignitas et humanitas 1944), y el necesario influjo salvífico de la Iglesia so­bre los pueblos (Vous avez voulu 1955). El Magisterio de la Iglesia enseña así los principios de justicia y de solidaridad real que el mundo moderno está ig­norando (Juan XXIII, Mater et Magistra 1961, Pacem in terris 1963; Juan Pablo II, Redemptor hominis 1979).

Es un combate incesante entre la Iglesia de Cristo y el mundo liberal moderno, que quiere construirse sin Dios, al margen de Dios, y a veces contra Dios; en todo caso, cerrado en un humanismo naturalista absolutamente autónomo. De un lado, los cristianos católicos afirman: «es preciso que reine Cristo» sobre nues­tros pueblos (1Cor 15,25); sin Él, no hay salvación ni temporal ni eterna (Hch 4,12). Al otro lado, los modernos, liberales y deriva­dos, quieren lo contrario: «no queremos que éste reine sobre nosotros» (Lc 19,14).

José María Iraburu, sacerdote



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