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Hay cosas que un Rey no debe hacer, y lo contó un judío pangermanista

POLÍTICA SIN POLÍTICOS
Hay cosas que un Rey no debe hacer, y lo contó un judío pangermanista
Pascual Tamburri Bariain
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 ¿Por qué poner puertas al campo? ¿Y por qué construir barreras artificiales entre los saberes? Un humanista del siglo XX, el profesor Ernst Kantorowicz, demostró que la filosofía, el derecho, la ciencia política, la historia, la teología, el arte y la literatura, por lo menos, se sostienen entre sí. No se trata sólo de que sea compatible estudiar dos o más de ellas, sino de que muchas partes de la realidad, incluyendo la realidad histórica, se explican mejor recurriendo al todos estos múltiples recursos, fuentes y puntos de vista, en vez de considerarlos como si estuviesen incomunicados. Por ejemplo, si uno considera la naturaleza del poder en la Europa cristiana (es decir, la naturaleza de la monarquía entre los siglos VII y XVII, de España a Polonia y de Escocia a Bizancio), no puede obviar impunemente ninguno de estos saberes. Claro que Kantorowicz nunca tuvo que ser evaluado por una agencia oficial de la España del siglo XXI.

Ernst Hartwig Kantorowicz fue un historiador alemán nacido en Prusia Central (Posnania) en 1895. Que la religión de su familia fuese judía no fue importante para casi nadie, y desde luego no lo fue ni para él ni para sus ideas. Nació alemán, amó Alemania y en Alemania y por Alemania luchó, trabajó, vivió y pensó. En la Primera Guerra Mundial, como muchos jóvenes estudiantes de su generación, combatió como oficial voluntario en un regimiento prusiano de Infantería y lo hizo con entrega y brillantez, siendo condecorado y herido, ingresando después en las Sturmtruppen. En 1918, como una gran parte de los jóvenes alemanes con su perfil, creyó que su patria, invicta en los frentes, había sido entregada a los Aliados por la puñalada en la espalda de los socialdemócratas y espartaquistas, y luchó en las milicias nacionalistas contra la anexión de Posen a Polonia, y después en las ligas y Cuerpos Francos patriotas contra los intentos comunistas de asalto al poder.

Una vez consolidada la república democrática de Weimar e impuesto el Tratado de Versalles, Kantorowicz abandonó su ciudad natal y la industria de su familia, que habían sido definitivamente ocupadas por los polacos: quería seguir siendo alemán. Tras dejar el Ejército y los grupos paramilitares no cambió de ideas políticas, y con ellas se convirtió en un brillante estudiante de Filosofía y Letras en la Universidad de Berlín y luego en Heidelberg, adquiriendo esa visión amplia y pluridisciplinar que la configuración actual de los estudios en España ya no permite. Enamorado, entre otras cosas, de la Edad Media, a ella se consagró como investigador, y en ella alcanzó la cima del saber y después del prestigio. Pero siguió cultivando la amistad de los círculos nacionalistas y románticos, la amistad de nobles y derechistas, la pertenencia al Georg-Kreis y el contacto con el también medievalista profesor doctor Percy Ernst Schramm.

Kantorowicz
demostró en su primera gran obra tanto su dominio de la materia como el de la palabra y el de las técnicas de investigación. Su biografía del emperador Federico II (Kaiser Friedrich der Zweite) no sólo renovó por completo el conocimiento y la interpretación de la vida del último Hohenstaufen reinante sino que, además, marcó un nuevo modo de hacer historia, exhibió su confianza en sí mismo al combinar sus conocimientos con su visión del mundo y, aún más interesante para nosotros, definió una nueva interpretación de la naturaleza del poder y de la realeza, tomando del pasado ideas para explicar también fenómenos presentes. Publicada en 1927, mereció encomios de lectores tan variados como los de Mircea Eliade, Ernst Jünger y Benito Mussolini. Los que entonces tenían el control de la opinión académicamente correcta se horrorizaron ante la innovación metodológica de Kantorowicz, y ante su osadía, pues publicó su estudio sin notas ni fuentes de ninguna clase, por lo que fue denostado como indigno de un doctorado y de una cátedra "serios". Tuvieron que callar cuando, después de decir que lo consideraba inútil para el valor de la obra, publicó en 1931 un volumen de documentación y notas abrumador incluso para la tradición universitaria alemana. En medio del auge político del nacionalismo alemán y del avance de Hitler, siendo presidente el mariscal von Hindenburg Kantorowicz conquistó la cátedra de Historia Medieval en Frankfurt del Meno. Las leyes nazis le privaron de la docencia y después, para su gran dolor, de la plena ciudadanía alemana. Ninguno de sus amigos en el Partido consiguió para él una excepción, pero permaneció hasta 1939 en Alemania, nunca habló contra su país ni aceptó servir a otros contra él, esperando siempre un cambio de rumbo.

¿Cómo y por qué se puede ostentar una doble personalidad, a la vez temporal (pasajera) y corporativa (institucional y trascendente, al menos en su origen? A esta cuestión, que ya había planteado, y a sus múltiples dimensiones y matices, dedicó Kantorowicz el grueso de su trabajo exiliado en Berkeley y en Princeton. El oficio y la persona del rey, y el reino material y el inmaterial, tienen en Europa a lo largo de más de un milenio una compleja y sutil elaboración que determina la identidad colectiva y la vida pública, incluso hasta el siglo XX. Los dos cuerpos del Rey se publicó en Estados Unidos, pocos años antes de la muerte de su autor y como síntesis avanzada aunque nunca definitiva de sus trabajos. Kantorowicz hilvanó sus hallazgos en literatos, juristas, teólogos, pensadores, canonistas, historiadores y artistas de múltiples siglos y países, sin seguir un orden cronológico ni geográfico; busca respuestas a su pregunta y a todas las partes y consecuencias de ésta, y trata en una prosa sólida pero que no deja huir con facilidad al lector. Como pocas obras de historia consiguen hacer, el libro que ahora Akal nos vuelve a ofrecer, responde a preguntas sobre la explicación del pasado, deja muchas otras nuevas abiertas, insospechadas y pendientes de respuesta y llega hasta el presente contestando a las inquietudes políticas que vivimos en nuestro siglo, en el que la realeza se eclipsa, el Estado nación decae, las instituciones presumen (¿sinceramente?) de no-trascendencia y sin embargo seguimos necesitando saber qué es y qué camino recorre nuestra comunidad política y su monarca, sacro a su pesar quizá.

Leer a Kantorowicz, volver sobre él, es siempre un regalo; hoy, casi un cuarto de siglo después, no puedo más que agradecer el acierto de mi tío Gianni Tamburri al regalarme un Federico II que sigue sin traducirse al español, y el de don Ángel Martín Duque al recomendarme este Los dos cuerpos del Rey que sigue siendo imprescindible para cualquiera que estudie o enseñe Historia (en cualquiera de sus épocas), y para cualquiera que aspire a entender incluso la política europea actual.

Naturalmente que Kantorowicz ha merecido muchas críticas. Seguramente la menos fundada y más cobarde de todas haya sido la del por lo demás muy interesante profesor Norman F. Cantor. Treinta años después de muerto el profesor Kantorowicz, Cantor le reprochó, como académico y como medievalista, su íntima cercanía al patriotismo alemán, y sólo su origen judío le habría impedido ser nazi. Ya hemos hablado de la vida de Kantorowicz y esta crítica no merece más respuesta, pero sí es muy sintomática de hasta qué punto es necesario volver a plantearse la formación y la función del historiador. Mientras que al profesor posnano se le acusó, vivo y muerto, de estudiar el pasado pensando en iluminar desde su conocimiento los problemas del presente (y por ello se le llamó historicista, quizás con razón), Cantor y una línea de historiadores y docentes de historia, muy mayoritaria por cierto en las escuelas españolas, consideran en cambio totalmente legítimo aplicar al pasado los prejuicios ideológicos del presente, especialmente cuando éstos son materialistas. Así, centrarse en el estudio científico y objetivo del pasado de lo que hoy más puede servirnos sería criticable, mientras que contar el pasado en clave sesgadamente marxista sería lo que nuestros alumnos y lectores merecen. Una maravilla de equilibrio y ponderación, en suma.

La cuestión, en torno a la realeza, es que las conclusiones que sobre la naturaleza íntima del poder en las sociedades europeas cristianas extrae el ímprobo trabajo de Kantorowicz no han llegado mucho más lejos del círculo de los especialistas, y no todos. Yo no se si Akal habrá pensado en regalar a Su Majestad el Rey un ejemplar de esta edición, pero creo que la necesita o al menos sería conveniente para él y su Casa que se le explicase. Porque Kantorowicz demostró, en esta obra que sintetiza una vida de estudio, que en la Europa cristiana hay una dimensión personal, pasajera, terrena, del Rey, pero vive y no muere una abstracción y una dimensión espiritual que es el Rey permanente; ese Rey es depósito de todas las virtudes, de todos los deberes, modelo y encarnación del reino mismo y de su permanencia. Y esos dos cuerpos inseparables del Rey, en una doctrina que no es ni mucho menos sólo medieval y que está en la base de la vieja monarquía española, se sustentan el uno en el otro, y sobran los ejemplos –que aquí pueden leerse- en los que la miopía y los errores terminaron por romper lo irrompible. Por lo cual este libro, hoy más que nunca, no es para especialistas, y al menos los expertos en cortina política necesitan volver sobre él. Precisamente ahora, reinando Juan Carlos

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