Editorial
Protestas inútiles
El sábado pasado, decenas de miles de europeos participaron de las ya rutinarias manifestaciones callejeras para protestar contra "la austeridad" que, suponen, ha provocado el desempleo masivo, sobre todo de los más jóvenes de los países de la periferia mediterránea. Alarmados por lo que está sucediendo, los políticos de la región coinciden en que han fracasado las políticas de "austeridad" y que por lo tanto hay que reemplazarlas por otras de "crecimiento". Si sólo fuera cuestión de voluntad, el presunto cambio así supuesto no motivaría dudas pero, por desgracia, se equivocan quienes atribuyen la crisis económica europea a nada más que la estupidez terca de gobiernos que, por razones no muy claras, optaron por tratar de impedir que el gasto público siguiera aumentando. Tuvieron que hacerlo porque nadie quería prestarles mucho más dinero y la experiencia les había enseñado que, si bien activar "la maquinita" podría ahorrarles problemas en el corto plazo, a la larga tendría consecuencias nefastas. Por lo demás, a los alemanes y otros que son reacios a subsidiar, a un costo cada vez mayor, a los griegos, italianos, españoles y franceses, no les atrae en absoluto la idea de que les corresponda ayudar a perpetuar esquemas clientelistas que hace tiempo dejaron de ser viables.
A pesar de las dificultades recientes, los europeos, incluyendo a los desocupados, aún disfrutan de un nivel de vida promedio que es mucho más alto que el de sus contemporáneos en Asia oriental y América Latina. Para conservarlo, les sería necesario ser, en su conjunto, por lo menos tan productivos, es decir, competitivos, como los chinos, vietnamitas e hindúes, ya que por ahora no tienen por qué preocuparse por los latinoamericanos, africanos y los habitantes del extenso mundo musulmán. En teoría, están en condiciones de lograrlo, puesto que cuentan con una multitud de ventajas que comparten con los norteamericanos: sistemas educativos relativamente eficaces, el capital humano que han acumulado en el transcurso de varias generaciones, instituciones científicas y tecnológicas que están entre las más avanzadas del planeta. Pero en demasiados casos se permitieron dormir sobre los laureles. Antes de la convulsión financiera que se hizo sentir en el 2008, casi todos actuaban como si a su entender la economía ya no fuera "la ciencia triste", que se había transformado en una "alegre", liberada de la escasez ancestral, de suerte que los gobernantes, los banqueros y otros podían dedicarse a repartir beneficios, de ahí el aumento fenomenal del endeudamiento, la expansión del sector público, sistemas previsionales muy generosos y leyes laborales que virtualmente imposibilitaban los despidos.
Europa era una fiesta, pero parecería que los únicos que intuían que tarde o temprano sería forzoso pagar algo eran los que, como los alemanes, aprovechaban la oportunidad para llevar a cabo reformas estructurales que asegurarían una mayor productividad. Es lo que hizo, para desconcierto de los franceses, italianos y otros, el gobierno del socialdemócrata Gerhard Schröder en los años iniciales del siglo actual. De acuerdo común, en aquel entonces Alemania era "el hombre enfermo de Europa" porque a juicio de quienes privilegiaban el consumo se sometía a un "ajuste" innecesario. Pronto se darían cuenta de las dimensiones de su error. El desastre de la Eurozona se debe en buena medida a que la productividad de los alemanes se ha hecho muy superior a la de los sureños que, para reducir los costos per cápita, no han tenido más alternativa que la de sufrir una "devaluación interna" sumamente dolorosa. Antes de la creación del euro, podían manejar la diferencia devaluando una vez más la lira, dracma, franco, peseta o escudo frente al marco alemán, de tal modo resignándose a perder terreno. Eliminada dicha opción, se ven obligados a adaptarse a la dura realidad teutona. Aunque hay señales de que en algunas partes de la periferia la productividad propende a aumentar, es escasa la posibilidad de que lo haga lo bastante como para que un día las diversas economías de la Eurozona converjan. Antes bien, lo más probable es que los países del bloque norteño se alejen aún más de los del sur, eventualidad ésta que no podría evitarse mediante protestas callejeras, por impresionantes y conmovedoras que resultaran ser.
El sábado pasado, decenas de miles de europeos participaron de las ya rutinarias manifestaciones callejeras para protestar contra "la austeridad" que, suponen, ha provocado el desempleo masivo, sobre todo de los más jóvenes de los países de la periferia mediterránea. Alarmados por lo que está sucediendo, los políticos de la región coinciden en que han fracasado las políticas de "austeridad" y que por lo tanto hay que reemplazarlas por otras de "crecimiento". Si sólo fuera cuestión de voluntad, el presunto cambio así supuesto no motivaría dudas pero, por desgracia, se equivocan quienes atribuyen la crisis económica europea a nada más que la estupidez terca de gobiernos que, por razones no muy claras, optaron por tratar de impedir que el gasto público siguiera aumentando. Tuvieron que hacerlo porque nadie quería prestarles mucho más dinero y la experiencia les había enseñado que, si bien activar "la maquinita" podría ahorrarles problemas en el corto plazo, a la larga tendría consecuencias nefastas. Por lo demás, a los alemanes y otros que son reacios a subsidiar, a un costo cada vez mayor, a los griegos, italianos, españoles y franceses, no les atrae en absoluto la idea de que les corresponda ayudar a perpetuar esquemas clientelistas que hace tiempo dejaron de ser viables.
A pesar de las dificultades recientes, los europeos, incluyendo a los desocupados, aún disfrutan de un nivel de vida promedio que es mucho más alto que el de sus contemporáneos en Asia oriental y América Latina. Para conservarlo, les sería necesario ser, en su conjunto, por lo menos tan productivos, es decir, competitivos, como los chinos, vietnamitas e hindúes, ya que por ahora no tienen por qué preocuparse por los latinoamericanos, africanos y los habitantes del extenso mundo musulmán. En teoría, están en condiciones de lograrlo, puesto que cuentan con una multitud de ventajas que comparten con los norteamericanos: sistemas educativos relativamente eficaces, el capital humano que han acumulado en el transcurso de varias generaciones, instituciones científicas y tecnológicas que están entre las más avanzadas del planeta. Pero en demasiados casos se permitieron dormir sobre los laureles. Antes de la convulsión financiera que se hizo sentir en el 2008, casi todos actuaban como si a su entender la economía ya no fuera "la ciencia triste", que se había transformado en una "alegre", liberada de la escasez ancestral, de suerte que los gobernantes, los banqueros y otros podían dedicarse a repartir beneficios, de ahí el aumento fenomenal del endeudamiento, la expansión del sector público, sistemas previsionales muy generosos y leyes laborales que virtualmente imposibilitaban los despidos.
Europa era una fiesta, pero parecería que los únicos que intuían que tarde o temprano sería forzoso pagar algo eran los que, como los alemanes, aprovechaban la oportunidad para llevar a cabo reformas estructurales que asegurarían una mayor productividad. Es lo que hizo, para desconcierto de los franceses, italianos y otros, el gobierno del socialdemócrata Gerhard Schröder en los años iniciales del siglo actual. De acuerdo común, en aquel entonces Alemania era "el hombre enfermo de Europa" porque a juicio de quienes privilegiaban el consumo se sometía a un "ajuste" innecesario. Pronto se darían cuenta de las dimensiones de su error. El desastre de la Eurozona se debe en buena medida a que la productividad de los alemanes se ha hecho muy superior a la de los sureños que, para reducir los costos per cápita, no han tenido más alternativa que la de sufrir una "devaluación interna" sumamente dolorosa. Antes de la creación del euro, podían manejar la diferencia devaluando una vez más la lira, dracma, franco, peseta o escudo frente al marco alemán, de tal modo resignándose a perder terreno. Eliminada dicha opción, se ven obligados a adaptarse a la dura realidad teutona. Aunque hay señales de que en algunas partes de la periferia la productividad propende a aumentar, es escasa la posibilidad de que lo haga lo bastante como para que un día las diversas economías de la Eurozona converjan. Antes bien, lo más probable es que los países del bloque norteño se alejen aún más de los del sur, eventualidad ésta que no podría evitarse mediante protestas callejeras, por impresionantes y conmovedoras que resultaran ser.
0 comentarios:
Publicar un comentario